PARA BELLUM

PARA BELLUM



Azul celeste arriba, dorado trigal abajo…

Lo recuerdo tan nítido como la polvareda que ahora oculta nuestra vista. Fue una tarde, tan soleada como en la que me encuentro ahora, y apenas a unos metros y años del lugar exacto en el que empezó a gestarse este lamento. Entraba por entonces en la universidad, en cuerpo y alma, y fue mi primer acto bohemio, y quizás el último antes de cortarme la melena. Acudí a una charla que ofrecían unos jóvenes ucranianos en la ciudad…, en la ciudad universitaria por supuesto, y fui con el supuesto de conocer a los componente de mi camarilla para el futuro. Cumplí, y de sobras, y no solo encontré nuevos camaradas, sino que aquella joven, cuya nacionalidad y voz no conocía fronteras, comenzó con una anécdota, tan sencilla, como explicar por qué su bandera era la que parece que ya no es. Por aquella época continuaba escribiendo estos ignorados artículos, difusos y disgustados, que a estas alturas se me presentan errados en palabra y conjugados en oxidados pistones que se me clavan como lanzas. Artículos que expelían y se despedían de un aroma a catástrofe (la mía); páginas y páginas tapizadas de ideas, sueños y conversaciones apócrifos, que ahora se presentas apocalípticas. Artículos, ¡válgame o bástenme dos!, para exagerar un dramatismo ahora corto, pero no sé si de moral o en entendederas.

Artículos, aquellos, en los que ya hablaba de palabras independientes, y en los que mi idioma se tergiversaba, o se enlazaba, o se abrazaba o cualquiera de las sabas, que sin ser reinas juegan con las palabras que se imbrican en este perverso imperio. Una torre que, entonces, creía una suerte de unidad humana, en la que alcanzar la sabiduría común… Ahora comprendo que en todo proyecto del hombre hay oculto un mal hado, y en las altas atalayas solo se vislumbra el fuego ofensivo. Las palabras también tienen ese dolo, armándose con una belleza que despunta en un ristre de lanzas, y se posicionan de tal forma que se parapetan a sí mismas. Imagen prosaica que nos acerca a lo más sacro de este carcaj (buscad, si en vuestro gusto existe, de dónde procede este término, que acabará por daros un espaldarazo de realidad); alegoría que abre un camino largo, como el hambre que no tiene día, o la Biblia versificada.

Artículos que abrían la caja del despropósito onírico, de falsos profesores que predicaban en los desiertos palaciegos, que señalaban a unos y a otros como los causantes de la guerra apocalíptica, apocalíptica en su más puro sentido etimológico de final, que no es sino el destino apologético de todas estas incesantes esdrújulas. Desiertos que se meten bajo el mar, que se quiebran entre minas negras, y que vuelven a salir para convertirse en fértiles playas ahogadas por la inocencia de querubines mortales. Desiertos de uno y otro confín, que se extendían, y siguen sin entenderse, hasta bordearse unos con otros, y tocarse y confundirse como las palabras. Incluso hay quien podría decir que hablan la misma lengua, y volvemos de nuevo al principio.

Artículos que competen y comprenden la totalidad de la Historia humana, reflejados en falsos mitos creados (¡acaso no es todo artificial!), que se encienden sobre un infinito faro, vigía, treta y ratonera de los más viles conocimientos políticos, atrapando con mieles la bilis con la que envenena el futuro de su presa. La repetición del corsi en que hemos convertido nuestro afluente universal en un recodo insalvable, y el recorsi de las turbias aguas en que esta poza brota y gruñe sin descanso. Mito cavernario iluminado con el fuego que a cañonazos se funde y remodela en otras fronteras bajo el mismo cabezal; y con lenguas de otros siglos, inventadas (¡acaso alguna es natural!) volvemos a encontrarnos con la prístina verdad.

Artículos que hablaban por sí solos, con figuras figuradas, que suponen la mejor y peor versión de nosotros mismos. Dualidades encontradas y enfrentadas, que se arriesgaban a decirse la verdad… ¡Valiente atrevimiento! Que empezaban por llamarse hermanos, y terminaban con la misma gracia; especulando, como así era, dentro de un supuesto especular, que dista mucho de la irrefrenable deriva de esta realidad, viva, aunque poco más sobreviva. Hermanos que discutían y discurrían, que en esta última acción hay demasiada inanición, y hasta creaban su propio lenguaje, único y especial, para definirse como prójimos, que lo próximo que diga podrá ser lo primero que ya haya dicho.

Artículos de temor, de un gobierno televisado y televisivo, de un influjo que nos golpea con pantallazos iracundos, inmundos y sin pundonor. Artículos que escriben sobre lo visto (sarcástica ironía), sobre el poder sobre los televidentes, acerca de lo cerca que nos ponemos delante del televisor y nos desesperamos sin atender a lo que vemos, y lo vemos venir, lo esperamos como cierto, y no luchamos por saber si es cierto. Una pandemia de ignorancia, desinformación y violencia inmediata que solo se curaría cambiando un estanco electrodoméstico con una estantería de sabia retórica. Un temor catódico, de ratos caóticos, que tan pronto hablan de la democracia de unos, de la valentía de otros, como cambian de repente a tachar de dictadores y de cobardes; y si dicen que la vida cuesta, la vida sube; y si dicen que ya no hay bicho, ahora el bicho habla en otro idioma; y si hay guerra, solo hay en un lugar, y no hay más, que los pueblos elegidos ya no bombardean, solo median en otras guerras, y la demacrada democracia es símbolo de libertad, como siempre, como siempre ha seguido bombardeando por las espaldas. Esas espaldas que ahora ocultan la mano lanzada. Y volvemos a la lanza del lenguaje que tanto cambia, que tanto interesa y me calla por su verdad.

Una verdad que nos acerca a la misma duda, de una telenovela imposible de planificar en la ficción sin que resulte evidente su trama, y demasiado real para no creerla.

Artículos mil… Bueno: ese era mi deseo. Y todos han estado encaminados hasta este momento; un preciso instante, que, sin saberlo, me hace odiar todo el tiempo, el espíritu y las palabras que he derrochado. ¡Y aún así hubiera sido necesario para todo esto! ¡Valiente ciclo vicioso! De cada espacio comido por estas patitas de mosca retorcidas al gusto de su creador, hubo un reguero oculto, del que me arrepiento en cada instante de mi existencia. Un texto, más bien una línea, que como cita imperecedera resume cada muro lingüístico con el que he construido esta verdad. Un artículo que reservé, en acertado silencio, con cinco palabras postreras que han permanecido selladas hasta hoy. Como un pentateuco predestinado, fui castigado con esa preclara visión, que no era más talento que el conocimiento, no presentido, sino sentido y asentido del que comporta nuestra raza. Pero tal como sucedía entonces, el imperio que domina mis palabras no yerra en conjurarse esclarecido, y anticipé algo que no es más que la indolente e indómita naturaleza humana. Un retrato que he ido desgranando en cada artículo, y qué casualidad inexistente, que el mejor y más absoluto trazo quedó encerrado en la reserva de mi ejército verbal, esperando como bien sabía y malamente he sabido, que esta verborrea se cumpliría más pronto que tarde:

“La piedra ha sido lanzada”

Animales. Animales bípedos; animales políticos. ¡Animales! Tanta evolución para crear nuestra propia destrucción. Como los monos que en su propia odisea espacial juegan con las más básicas armas, las piedras y los huesos de las víctimas que causaron dichas piedras, nosotros avanzamos hasta esta caída sin igual. Aunque sí hay igual, que no habrá distinción de rango y sangre para este derrumbe. La destrucción es un lenguaje universal. Encaminado en este despropósito, recuerdo igualmente un camino abierto dentro de la cárcel forrada que está hecha mi cabeza: en mi hipócrita imaginación, sabiendo que esto iba a pasar, me adelanté a definir un artículo, el último de todos (quizás este), que, como inútil increpación, se elevaba de advertencia a las generaciones nacidas tras la debacle. Alguien, quizás tú, encuentra entre las ruinas de la vida, un viejo aparato inservible en este mundo, formado por dos láminas, con teclas que tienen símbolos aleatorios, como aleatoria es su creación (y la tuya, y la mía), y consiga encenderlo, y en su innata pretensión, consiga entenderlo:

Un extraño laberinto de mil voces que nos conducen al mismo campo, un campo florido en el que dos viejos y diez televisores van a llenar de sal el tercer planeta desde el sol; dos actores, sin importar si el tercero en discordia tiene más dotes dramáticos, han decidido quemar el milagro atmosférico, y dos botones de encendido acometido han cometido la locura final. No nos engañemos, da igual escribir en cínico cirílico o no entender el yesterday, el ultimátum es el mismo: todos son culpables, y nosotros también. Años ha que vemos a los USA asustando al jardín amazónico y plantando el mal en cada paralelo; planes a y b tuvieron que se volvieron contra los pueblos que ellos mismos arruinaban a su antojo, y o tan mal tenemos la vista, o a vista de la lógica pocos ven que haya quien haya en la Casa Blanca bien deberían atender al Tribunal del mismo verbo vacío como las cabezas vacuas que amenazan al oso siberiano. Y en este general, de pocas estrellas, y demasiadas generalidades, ofrecemos un perfil (des)compuesto basándonos en supuestos opacos y pocos conocimientos, clamando a una Historia suspendida, e igualmente ahorcada en la histeria. Esa histeria que levantaba muros si las víctimas se confundían con agresores, y volvemos a esa generalidad. ¡Cuántas vueltas da la vida, que vuelve a ser la misma! Y seamos sinceros, no nos olvidemos de la duda, la sospecha que sobrevuela y dirige toda esta cosecha en la que nos vemos sesgados y nos veremos segados; la duda de un santo fingido (que eso se le daba bien) con ínfulas de grandeza (como todos), en medio de otros dos gigantes achicados por una esforzada y forzosa visión (otra más) de un dragón. Cuanto paréntesis para el poco respiro que dejan...

Bueno, eso último en realidad no.

Guerras que perviven sobre la mortandad, y que en su lejanía no queremos escuchar, pues nos interesa el blanco por encima de todo, incluso de las fronteras quebradas que ahora se abre para tan nítido color. El cielo no se vuelve naranja si uno no quiere. No nos engañemos, que todos han abierto la pena negra de nuestras tumbas.

De colores va todo.

Pero qué más da todo.

Ya apenas queda nada por entender.

Las piedras no hablan, aunque yo haya arrojado contra mí mismo las más charlatanas. Y entended pronto el funcionamiento de la forma más simple de nuestra naturaleza, la que nos sirvió para el primer fratricidio de la Historia, y el grabado más famoso, porque pronto retornará para ser nuestra herramienta predilecta… ¡Qué bonita frase de un pasado futuro!

Y si estas fueran mis últimas palabras no dejarían sino una huella más en este rastro de barro y sangre en la que se ha definido nuestro mundo. Y en lugar de cantar bajo un paraíso y tumbarnos sobre un tesoro nos hundimos en la enmarañada tela de la desesperación. Qué extraño resulta no sentir extrañeza por hallarme en esta deriva; hallar viejas palabras, viejas trompetas que profetizaban un hecho que se entendía como un juego evidente en nuestro carácter. Entre en la capital del conocimiento para entender que no hay más que ruinas en la mente humana, y en esta carta testamental se dirime una lucha anímica que dinamita no solo nuestro futuro, sino también la poca esperanza que pudiéramos desenterrar... Círculo cerrado. 


El borrego borracho


 El borrego borracho



“Muy buenos días, corazón; ¿me permite cinco segundos en la lucha contra las infecciones? Muchas gracias. Adiós; que tenga un buen día.”. “Buenos días, pareja, ¿qué tal? ¿Me dedican un momentito contra las infecciones? Adiós; que vaya todo muy bien.” “Buenas, caballero, ¿me permite un segundo contra las infecciones? Que tenga buen día.” “Buenas, ¿tiene un momento contra las infecciones? Gracias. Adiós.” “¿Tiene un segundo contra las infecciones?” “¿Contra las infecciones? Adiós.” “Adiós.”


Cada trabajo es especial en sí mismo, y si es la vocación a la que has aspirado, no lo denominas siquiera “trabajo”; pero contados son los que poseen la grandeza de enriquecer el alma y ser valor de orgullo. Visto con distancia y perspectiva, la historia que a continuación voy a relatar no es cercana a la satisfacción espiritual ni al beneficio personal y social... Salvo si de ello se puede extraer una llamada a la moraleja moral.

Cierta mañana, de las que vale recordar solo para lamentarse, me encontraba en la acera, cobijado por la sombra de los edificios, intuyendo el sol entre el suspiro de mis huesos. Era mi primer día trabajando para la Fundación Española Antivírica, asociación de la que no vale la pena buscar información, porque es un pseudónimo de la realidad. Mi objetivo era intentar ampliar esa gran familia para conseguir mejorar la vida de los afectados. ¿Mi única norma? No pelearme con el chaleco reglamentario puesto.

De pie, estaba en el puesto de trabajo que iba a ocupar durante las siguientes horas… Y los próximos días. Quizás en ese momento no percibía lo privilegiado que era, de tener, literalmente, un lugar en el mundo, y de ser productivo para mí mismo y para la sociedad. Sigo sin saberlo. Mis jefas, que preferían llamarse compañeras…, mis responsables, al fin y al cabo, me dieron consejos, me enseñaron las indicaciones necesarias para despertar interés en la gente que corría por ganarle tiempo al tiempo, y me hicieron ensayar con ellas el discurso que, con suerte, sería el siguiente paso una vez consiguiera que se pararan a escucharme. Mis supervisoras me repitieron, una y mil veces, que nuestra misión es conseguir mil soldados anónimos que quieran ayudar en esta desgraciada lucha; me convencieron a mí mismo de que esas personas estaban ayudando, con un granito de arena mensual, muy simbólico, y que significaba nuevas probetas, nuevos tubos de ensayo, o sencillamente una voz al otro lado del teléfono que te acompaña en una madrugada de ánimo bajo. Mis supervisoras me reiteraron, mil y dos veces, que la única norma es no contestar en mal tono ni discutir ni pelearse con el chaleco reglamentario puesto. Si lograba esos dos objetivos, ya me tendría que sentir satisfecho por el trabajo del primer día. Si además alcanzaba la solidaridad de la buena gente con la que nos cruzamos a diario sin saberlo, podría gritar de alegría.

Al fin, y tras los oportunos ánimos que me dieron, previa huida del lugar, me quedé solo en una de las esquinas de la plaza: era el momento de actuar.

—Buenos días…

—No, no; ya me lo sé —me interrumpió, estirando la mano contra mi cara, sin levantar su mirada del suelo.

No me importó; no pasaba nada, porque era el primer hombre al que paraba, y estaba claro que no me iba a besar el santo. Continué a por la pareja que seguían su paso por detrás:

—Muy buenos días —empecé, malgastando innecesariamente mis energías y positivismo, del que me caracterizo por ir escaso—; ¿me pueden dedicar un segundito contra las infecciones?

—¡Uno! Ya está… —y orgulloso por su respuesta, se alejó despidiéndose con la mano, y dejándome con la palabra en la boca.

La gente pasaba, los segundos también; pero lo poco que he aprendido de física es que conforme más rápido huyen las personas, más lento anda el tiempo. Aquella primera mañana se hizo interminable, y la insatisfacción humana no lleva irremediablemente a la envidia y el desánimo, al ver, aunque sea por el bien de todos, como los demás consiguen más que tú. Es inevitable pretender superar a los demás; y quien diga que no sabe que sí. Al necio tiempo se le sumaba el incontrolable clima, que me aguó por completo mis ganas de seguir allí por mucho tiempo más.

—Buenas, ¿me permite…? ¡Que tenga un buen día, señora!

Y con ese grito final, una de mis supervisoras, me alcanzó al final de la jornada:

—¿Cómo ha ido?

—Solo he hablado con un hombre, y el diálogo que hemos tenido ha sido el de llamarme feo, y contestarle que, aunque no vaya a necesitar peines, no le iría mal comprarse un espejo. Así que, no ha ido tan mal.

—Bueno, tú no te preocupes —me intentó calmar sin éxito—; es tu primer día, y solo hay una mínima parte de la población que va a querer colaborar con nosotros: puede que hoy no haya pasado por aquí esa persona.

“O puede que todos hayan pasado por el lado de la calle donde estabas tú bien colocada”, pensé injustamente, fruto de la frustración.

—Mañana más y mejor.

Y con esa frase comenzó mi andadura por los campos de batalla de la ciudad, donde los soldados cambian a diario, y se vuelven más impredecibles que el propio cielo que tenemos por despacho.

No quiero aburrir describiendo cada minuto de cada día que viví literalmente lo ya descrito, porque sería absurdo que caiga con vosotros en el mismo error que me sucedía con la gente que ni siquiera me llegó a permitir explicarme tanto; pero es necesario que entendáis el motivo de esta historia, y para ello debéis saber lo que ocurrió en los tres días que precedieron al último que estuve allí trabajando.

El primer día, trabajando de nuevo en la calle, como cada día que trabajo en la calle, como otros muchos que veo trabajando en la calle, y me saludan y les saludo, e incluso nos hacemos algo de compañía hasta que el sol finalmente decide coronarse; el primer día, como digo, madrugué para llegar al puesto que me tocaba. Durante toda mi etapa trabajando para la Fundación Española Antivírica decidí ir cada mañana (y las tardes que también me tocaban trabajar) andando a la localización establecida, evitando el tranvía o el bus, sin más desprecio que el que pudiera causar a la gente con la que convivo, al infectarme en un descuido. Y es que eso es necesario aprenderlo, aún sin trabajar en la Fundación: las infecciones son una lotería que nos pueden llegar, incluso cuidándonos (y las podemos desear a los que no quieren escuchar estas palabras). Llegué puntual, a pesar de no conocerme el callejero urbano, y dediqué un par de minutos a visualizar el que sería, probablemente, mi nuevo y último lugar de trabajo: las tiendas, los bares, los locales en venta; la farmacia y su cruz luminosa, donde llevar la cuenta de las horas que restaban de estar allí, o el estanco al que acudir para aspirar algo de tranquilidad. Quería tener localizado cada detalle, y localizarme a mí mismo en el centro de todo ese paisaje ignoto, y, además, observar qué tipo de gente frecuentaba por allí. Esa mañana, disponiéndome en una de las esquinas, calle con calle, avenida con avenida, y buscando algo de luz por entre los altos edificios de oficinas y amplias terrazas que me rodeaban, tuve la sensación de que no iba a estar cómodo en toda la mañana. Y dos enormes macetas de mármol, con flores coloridas y bien cuidadas, que flanqueaban, en mi esquina y la contraria, el cardum del barrio, y los técnicos que había enviado el Ayuntamiento para dejar bien acicalados los árboles que decoraban el largo del decumanum, para además no molestar la vista de los anteriormente mencionados balcones, acabaron por confirmarme la rabia e impotencia que se fue acumulando en mi interior.

En ese primer instante no me fijé demasiado en todo ello; me puse el chaleco reglamentario, cogí la carpeta con los formularios en blanco y…

—Hola, buenos días…

—Lo siento, llego tarde a trabajar —me interrumpió.

—Tranquila, hasta luego —y continué—. Buenas, ¿me permite un momentito…?

—¡No le permito nada, joven! Yo estoy jubilado y mírame —me levantó un elegante maletín de curtida piel, hasta amenazarme en la cara con él—: trabajando para compensar la mierda de pensión que tengo. ¡A mis años! ¡Y mientras dando a los extranjeros lo que nos quitan a nosotros!

—Caballero…

—¡Que no, que no!

Y sin dejarme que le explicara nada, ni que todo eso no me interesaba en absoluto, ni que yo no tenía la culpa de nada, ni que estaba allí para intentar arreglar un problema en concreto, de todos los que existen, se fue.

—Buenas, ¿me deja que le explique un momento…?

—¡Claro, no faltaba más! Dígame.

No puedo describir lo que sentí en ese momento; había pasado ya alguna larga media hora desde aquel incidente, y ninguna engalanada señora que corría para misa de diez, ni jóvenes (cuando digo jóvenes digo muy jóvenes, de instituto o  poco más) vestidos de Primera Comunión, ni mucho menos los Armani del banco o la inmobiliaria, ninguno tenía tiempo para pararse. Pero aquel señor sí se detuvo a escucharme.

—Mire, soy de la Fundación Española Antivírica…

—¡Ah, pero…! —el hombre se quedó un segundo mirando los detalles de mi chaleco, el emblema de la fundación, y torciendo el rostro ante la confusión que le causó el color que vestía— ¡Ah, entonces no! Yo es que pensaba que eráis de VOX…

—No, no; somos…

—Sí, sí, pero entonces nada.

“Entonces nada”, terminó por lanzar al suelo, apartándose calle abajo. Su camisa tenía fácil descripción: por delante, entreabierta, dejando poco a la imaginación; por detrás, largos y anchos manchurrones parduzcos, y más arrugas que estampados, confesaban una vida solitaria y desganada. No me gustaría juzgar a ese primer caballero que, al menos, se detuvo más de diez segundos, pero me dio la sensación de que salía de un bar, o de que se dirigía a un bar, o de que estaba realizando las dos cosas a la vez.

Tomé aire, como igualmente lo hago ahora al recordar aquella escena, tan nítida, como todavía sentir las marcas de las uñas dejando cuatro incisiones en la palma de mi mano. No era frustración. No; era una mezcla de estupor y vergüenza ajena.

Pero igualmente justa debe ser la última señora de aquella fatídica mañana. Un caso excepcional, el primero que me sucedía, y a lo que más tarde denominé como “francotiradores”: persona que, más o menos concienciada, no piensa en la hora del mediodía, o la última de la tarde, y deja atrás el cansancio o las prisas que pueda tener, y se detiene a escucharme, atenta y educadamente, para finalmente decir:

—Vale, toma mis datos…

—Mil gracias, de verdad.

—¡De nada! —exclama ella (en este caso), sorprendida de mi sorpresa.

Final de jornada: mil doscientos cincuenta y cinco rechazos, trescientos cuarenta silencios, un simpatizante de VOX y una socia. El total suman una persona más que va a ayudar miles de familias.

Pies agotados; ojos hinchados… Cansancio físico y mental.

Medianoche. Otro día.

A la mañana siguiente no tuve que madrugar tanto, pues mi puesto (un permiso en un supermercado) me tocaba bastante cerca de casa. Mejor. Pude descansar, o al menos dormir.

 Llegué puntual, a pesar de no conocerme el callejero urbano, y dediqué un par de minutos a visualizar el que sería, probablemente, mi nuevo y último lugar de trabajo: las tiendas, los bares, los locales en venta; la farmacia y su cruz luminosa, donde llevar la cuenta de las horas que restaban de estar allí, o el estanco al que acudir para aspirar algo de tranquilidad.

Aprendí de la primera lección del día anterior, y siguiendo las recomendaciones (nada aleatorias) de mis responsables, decidí hacer una mayor selección de las personas que paraba: en primer lugar, porque en ese turno trabajaba con otra compañera, que tenía el mismo derecho que yo a que rechazaran un segundo con ella; en segundo lugar, porque mis energías iban menguando. En tercer, y vencido argumento, porque es una evidencia que no todo el mundo es igual que la señora que se paró en el último minuto, y buscando el perfil adecuado se avanza más. (Debo también puntualizar que estas “cribas” no siempre son tan útiles: juzgar un libro por la portada siempre trae decepciones. Pensaba que parando a quienes tenían un símbolo nacional en la mascarilla, o en la muñeca, o en el chaleco, o en los tres sitios, y remarcando que éramos de la Fundación ESPAÑOLA Antivírica, iban a detenerse, supuso un grave error. La picardía, y los intentos por mimetizarme con la fauna callejera, no funcionan: ni todo el mundo quiere colaborar, ni todo el mundo es tan inocente de creer que repitiendo sus últimas palabras y dejando soltar su discurso van a caer en los pocos razonamientos que pudieras decir al final.

Y aún así nunca dejé de intentarlo:

—¡Muy buenas, caballero!

—¡Buenos días! —su vozarrón contrastaba con el tamaño de su cuerpo, pero ese fue precisamente el detalle campechano que me atrajo para intentar pararle.

—¿Me permite un segundico?

—¡Dígame usted!

—Así me gusta, muchas gracias… —me salto el blablablá y llego a los datos más significativos, remarcando las palabras clave que imagino que solo escucharían mis interlocutores, entre ellos este hombretón—: Gracias a su ayuda, que no importa cuál sea, porque es libre, la libertad no se la vamos a quitar nosotros…, usted estará luchando para que el gobierno obedezca, y con su nombre obligará al gobierno a darnos más y mejores infraestructuras. Además, el 80% de su aportación se desgrava, lo que significa que también está luchando para que ese 80% lo pague el gobierno.

En este momento, tenía dos opciones (aplicables tanto a él como a mí): seguir o huir. Yo elegí la primera; él eligió la correcta. Yo le vi apartarse, y le vi irse; sin dejar de mirarle, saqué el móvil del bolsillo, en silencio, para ver cuántas horas me restaban de estar allí. Y sin tener ninguna esperanza, cuando iba a parar a una pobre mujercita, atiendo al hombre volver de nuevo, directo como una flecha hacia mí.

—Mira —tragué saliva, y encogí todo el cuerpo, adivinando las amenazas que iba a lanzar a partir de entonces—, me vas a perdonar.

—¿El qué?

—Antes no te he escuchado bien —(o no me ha querido escuchar) y empezando ya a decir más por sus movimientos que por las palabras, comenzó el discurso que hasta hoy aún me saca una sonrisa de pura impotencia—: yo es que pensaba que esto era para los putos moros.

En los apenas cinco minutos de su soliloquio (puesto que mis intentos de explicarle que la lucha contra las enfermedades también era importante) repitió el epíteto “putos moros” tantas veces como Occidente entero en los últimos 40 años.

Después de aquello… En fin…

Total de jornada: ciento treinta y siete rechazos, cincuenta y dos silencios, un simpatizante de VOX, y cero socios.

Medianoche. Otro día.

Y al día siguiente fue efectivamente un nuevo día. O casi.

Me desperté, y en el espejo vi las primeras ojeras: ni los madrugones de estudio, ni los desayunos de cubatas; ninguno de los años en que vivía en ambos extremos me habían hecho envejecer tanto como apenas unas semanas en este trabajo.

Pero no me importó, o al menos no quise que me importara. Lo conté como un día más, y así debía seguir. Lo llevaba todo preparado: miré el reloj (del móvil), y me fui. Esa mañana me tocaba en un lugar ya conocido…

Llegué puntual, a pesar de no conocerme el callejero urbano, y dediqué un par de minutos a visualizar el que sería, probablemente, mi nuevo y último lugar de trabajo: las tiendas, los bares, los locales en venta; la farmacia y su cruz luminosa, donde llevar la cuenta de las horas que restaban de estar allí... No sé cómo, pero siempre encontraba una cruz que me indicaba la hora.

Todo como siempre:

—Muy buenos días, corazón; ¿me permite cinco segundos en la lucha contra las infecciones? Muchas gracias. Adiós; que tenga un buen día.

La gente pasaba, y pasaba de mí:

—Buenos días, pareja, ¿qué tal? ¿Me dedican un momentito contra las infecciones? Adiós; que vaya todo muy bien.

Algunos saludaban con la mano, y otros agachaban la cabeza:

—Buenas, caballero, ¿me permite un segundo contra las infecciones? Que tenga buen día.

Otros simplemente apartaban la mirada:

—Buenas, ¿tiene un momento contra las infecciones? Gracias. Adiós.

Y observaban…, otras cosas:

—¿Tiene un segundo contra las infecciones?

Y yo los observaba, y enmudecía:

—¿Contra las infecciones? Adiós.

Y acabé por ignorarme a mí mismo:

—Adiós.

Porque en esta esquina, la misma de la primera vez, la que estaba calle con calle, avenida con avenida, algo había cambiado. En uno de los locales que me rodeaban, una pequeña y familiar librería, la oferta literaria venía con las novedades del otoño-invierno. En el escaparate, tres amplias repisas partían las vistas del interior del local; y en sus baldas, bien organizadas por temática y estilo, había novelas, libros de autoayuda, y, mezcla de ambas dos... Pero en el centro, tres libros agolpados resaltaban sobre el resto: el primero, un ensayo histórico sobre la Europa del siglo XX, escrito por un profesor de Universidad; el tercero, un estudio sobre la Historia del Capitalismo, desde sus orígenes hasta la fecha final que el economista había predecido… ¡Ah, pero en el medio! En el centro, una portada dibujaba una bandera dividida en dos, portando la hoz y el martillo que se extendían hasta un aletrado himno bicolor.

En ese turno trabajaba solo, y pude permitirme la distracción; la propia dependienta (y propietaria, imagino) me observaba atenta: supongo que no estaría acostumbrada a ver un joven vistiendo mascarilla blanca y chaleco verde ensimismado en los libros que ofrecía su local, teniendo al lado una amplia terraza de bar. Una situación cómica, para no convertirla en dramática. Pero la gente me evitaba, me rodeaba, y entraba para comprar el mismo libro: el del centro.

Y yo comenzaba a irritarme: ‹‹¿Cuál de ellos es mejor?, decía para mis adentros, controlando mis uñas, en esta ocasión, ¿cuál? Para gustos colores, nunca mejor dicho››. Pero ahora me doy cuenta de que esa no es la pregunta. La cuestión es: ¿cuál es más objetivo en sus datos, y por tanto más instructivo? Probablemente solo el del centro estuviera bien escrito, con una gramática impecable, y una ortografía intachable; pero en cuanto contenido, será el único que no poseía más mensaje ni coherencia que nada. Entre otros argumentos, porque no deja de ser una recopilación de otros trabajos: un resumen bibliográfico, más parecido a un trabajo de instituto o de alumnos de primero de carrera, que de una pretenciosa “Biblia del liberalismo”.

Y sin embargo…; sin embargo, la gente entraba y solo se llevaba ese. Y vi a la propietaria aconsejar otros libros para añadir a la cesta (simple capitalismo, o pura pasión literaria). Y eso mismo me sacó de mi abstracción:

—Buenas… —durante una fracción de segundo dudé: la primera persona que paro tras este impasse filosófico, y hube de reencontrarme con los argumentos que mi mente mascullaba. Aquel hombre, a quien mi mente fotografió con apenas ese instante de encuentro, era la personificación misma de mis pensamientos: era un señor, con todo lo que implica la palabra; de hombros anchos, menudo en estatura, portaba un enorme abrigo de cuero marrón, acabado en una banda ancha de pelo. En su mano portaba un recogido paraguas negro, y en la cabeza, un sombrero, conjuntado con el abrigo, cubría un evidente avance de calvicie, y su boca estaba cobijada con una mascarilla de color verde oscuro, y un escudo de la orden militar de Calatrava. Y por ese detalle empecé—: ¡Qué curiosa su mascarilla!

—¡Pues como todas! Un bozal —un agresivo comentario, en fondo y en el elevado tono con que lo dijo, que acabó por confirmarme la entretenida conversación que iba a mantener.

—Lo decía por el escudo… Me ha llamado la atención; soy historiador, disculpe si le ha ofendido, pero es deformación profesional.

—¿Historiador? —preguntó, echando el cuerpo hacia atrás, y frenando su paso— Pero ¿historiador de los buenos o de los comprados?

—Historiador —le contesté con firmeza—; el resto que no hagan este trabajo ni son vendidos ni nada, porque no son historiadores.

—¡Ya, ya! —Su voz ronca, profunda, no dejaba ningún comentario, por breve que fuera, al azar. Y con esa exclamación cerró la primera parte del “extenso” debate del que pronto sería consciente que iba a ser.

—¿Me dedica un momentito para explicarle que hacemos aquí?

—Pero rápido…

—Mire, somos de la Fundación Española Antivírica, no sé si nos conoc…

—Antivírica… —me interrumpió, levantando el paraguas, con el que me increpó hasta que acabó de soltar todos los espumarajos por la boca— ¡El virus es este gobierno! ¡A ver si os enteráis de una vez!

—Mire, caballero, lo primero es que no estamos aquí para hablar de política, sino para salvar vidas, que creo yo que eso no entiende de ideologías…

—Sí, sí… —farfulló impaciente, sin que creo que escuchara nada de lo que le había dicho.

—Y lo segundo —me intenté contener, recordando la segunda norma de mis responsables, pero no pude—: esa es ¡su opinión!

—Ahora me vas a atender tú, porque eres muy joven y no lo entiendes aún: o aprendéis a votar, o vais a arruinar el país.

Podría haberle dicho mil cosas, o ninguna; podría haberle rebatido con el tema de votar bien o mal, con la libertad de la que tanto se engalanan y parece que no va con los que critican, o directamente retroceder, ignorarle y retomar el tema para el que estaba allí de pie aguantando estupideces. Pero no, preferí hacer eso y todo lo contrario al mismo tiempo:

—Yo seré muy joven, pero al menos tengo más educación que usted. Que tenga buen día.

Se fue, no sin antes lanzarme con la mirada una amenaza para toda mi familia.

¡Ah! Se me olvidaba comentar un detalle de gran valor para que este señor apareciera en esta historia, y que debió ser el motivo por el que mi subconsciente ordenara a mi consciencia que debía pararle e intentar lo imposible: aquel hombre llevaba incrustado en el bolsillo del abrigo una pequeña radio, con la que se acercó a todo volumen por la calle, escuchando el larguísimo programa diario del autor (santificado al menos por apellido) que en el escaparate ocupa la posición central. Cuando le hablé, bajó el volumen; cuando le despedí, se fue dándole a la ruleta hasta que lo escuchara toda la ciudad.

Y volví a quedarme solo con mis frágiles dudas: ¿Por qué esta gente, discípulos de intelectuales, defensores del conocimiento, pueden aprovecharse de su posición y convertirse en adalides (irónicamente) de la desinformación? ¿Por qué se benefician de su egregio vocabulario, sabiendo que el vulgo corriente les hará caso solo por creer que hablando con indescifrables frases poseen argumentos inexistentes? ¿Por qué usan su carisma, a veces innato, para generar una atracción hacia el odio por el odio? ¿Por qué los intelectuales pueden transmitir ese tipo de mensajes sabiendo que no lo son, o al menos no en la parte como él los divulga? ¿Por qué? Muy sencillo: porque saben que a ellos los van a escuchar más que a la misma verdad, argumento ilógico por sí solo.

Pero el problema es mucho mayor: pensamos que esto es una situación actual, y no lo es. Somos así desde hace mucho tiempo, probablemente siempre, porque un grupo tan grande de personas (de su audiencia y sus lectores) no nacen de un día para otro, ni amanecen de la tierra (que no es poco); porque somos un pueblo que preferimos que pierda el contrario, antes que ganar, y nuestro talento, como diría “un perro aragonés” es el insulto y la blasfemia, antes que el razonamiento. Porque nuestra reflexión es la imitación: si tenemos un líder que nos da los argumentos, nos indica el camino y nos entrega el debate ya hecho, ¿para qué pensar si eso es justo, o si es sencillamente verdadero?

Los tres ejemplos que anteriormente he descrito hasta llegar a este punto son ciertos, tan ciertos como los insultos y su ignorancia, como los desplantes para la lucha contra enfermedades reales, pero la atención si era contra una imaginaria invasión africana; tan ciertos como que hay gente que ahora mismo muere de esas enfermedades, y también se esconde por el miedo a este odio.

Quien crea que todo lo dicho hasta ahora es “populismo” … No lo es. Hay quien creerá que es un estereotipo, y que así lo defienda; hay quien crea que realmente lo es, y me criticará. Lo cierto es que es cierto. No he mentido ni añadido nada fuera de todo lo que realmente viví. Yo no voy a criticar jamás a alguien que tiene una posición que legítimamente se ha ganado, y por tanto puede presumir de ello. Lo que no voy a permitir es que luzca su moral ante una hipocresía de la que luego hace también gala: los emblemas nacionales, la libertad de los patrios… Perfecto; pero se le presenta la oportunidad de ayudar a todo ello e impone o tuerce el silencio. No pretendo que toda la población sea socia de fundaciones porque sí, si realmente no están convencidas: si prefieren echar veinte euros al cepillo cada domingo, y con eso creen que ya hacen la caridad que limpia sus pecados, no seré yo quien les contradiga. Pero no voy a permitir la hipocresía de que aparten la cara a la gente que, en la calle, soportando precisamente eso y mucho más, solo les piden un minuto de su tiempo; que les digan “eso no me interesa”, y luego son los primeros en acogerse a estas ayudas si en su familia surge algún caso (y no es desear el mal, sino la realidad de que estas enfermedades son un azar… Pero, claro, eso lo sabrían si se pararan a escuchar). Y aún con todo, les intentas agradar el oído con devoluciones en la renta (con el valor que tiene que puedan incluso blanquearse lo que tienen), o con luchar para que este gobierno (y los que vengan) hagan algo e inviertan en este tipo de necesidades vitales.

Sin embargo, he caído en el error que precisamente intento subsanar con todo ello: a pesar de todo lo anterior hubo gente que ayudó sin mirar a qué, gente humilde que dio a pesar de no tener; parejas que acudían directamente a dar sus datos, sin que nosotros tuviéramos que convencerles de nada. También gente con mucho que dio mucho, sin reparo en hacerlo… Y eso también merece ser resaltado, casi más que los otros tres ejemplos.

Ni con lo bueno ni con lo malo…

Debemos observar el gris que se entrecruzan en todas estas experiencias, en las anécdotas e historias que te cuenta la gente a la que conoces en la calle, en la gente que ayudas sin saberlo, en las puertas de los taxis que abres a ancianas monjas, o en los pañuelos que das a mujeres desconsoladas; en las sillas de ruedas que empujas para acercar a un agotado joven a tomarse un café, y en las indicaciones que das a desempleados perdidos. En la gente detrás de la Fundación que ayudas y no hace falta conocer… O sí.

A pesar de todo, nos movemos en un mundo en el que solo importa una parte de la realidad, y con ella juzgamos el todo. El fuego con fuego se aviva; el clavo con un clavo se dobla… Con este relato la realidad no cambiará, pero al menos despertará frente al espejo de los calvos. Et tamen



Pax Augusta


Pax Augusta

“Beati hispani quibus bibere vivere est”
Julio César

Julio volvió por el pasillo con el gesto más enfadado que le había visto hasta el momento.
-   ¡Estos cabrones nos llevarán a la ruina o a la guerra!
-   ¡Te quieres callar! – le dije agarrándole del brazo y hundiéndole en su sitio.
La mujer que estaba sentada en la fila delantera se giró para recriminar las palabras de Julio.
-    Mire, señ…
-   Lo siento mucho – me dirigí a la mujer, haciendo callar a Julio–, de veras que lo siento. Por favor deje que hable con mi amigo.
Aquella mujer se recolocó en su sitio a regañadientes, y mientras Julio intentaba reafirmarse en que tenía la razón, yo traté por todos los medios de que se callara un segundo.
-   ¡Está bien! Siempre obedeciendo tu “superior prudencia”.
Ignoré su sarcasmo; Julio se cruzó de brazos y yo miré por la ventana. Necesitaba pensar. El autobús estaba rodeado de columnas humanas, cargadas con banderas de todos los tamaños, colores, mensajes y símbolos. Los gritos eran casi ensordecedores, y el corazón de sus manos no era muy alentador.
-    ¡Hay fuego ahí delante! – se escuchó a uno de los viajeros.
-   Te lo dije, pero, claro, tú tienes que decir lo que tengo que hacer – me espetó Julio, mientras el resto de pasajeros se inclinaban hacia el pasillo o sobre sus asientos.
-    Julio, por favor…
-    ¿Qué favor necesitas? ¡Menuda idea la del puente!
-    ¡Quién pensaba que a la vuelta íbamos a tener esta movida!
Vi la boca de Julio lanzarse a contestar, pero se detuvo. Cerró el puño, suspiro y se recostó nuevamente en su asiento. Yo… Bueno, yo me limpié los ojos y aproveché para juntar las manos frente a mi boca.
-   ¿Y ahora te pones a rezar?
No lo hacía… O sí, no lo sé. En aquel momento me bloqueé, y deshice el gesto para reclinarme sobre la ventana.
Durante media hora estuvimos en silencio, al menos entre nosotros: Julio soltaba alguna idea de las suyas, buscando la aprobación de los que estaban de pie en el pasillo, mirando -o admirando- aquella situación. Yo tan solo podía fijarme en la gente que seguía cruzando a ambos lados de aquel reguero de coches y camiones; sorprendido de la disparidad de edades que había en aquellos grupos.
-    Encapuchándose y cubriéndose la cara… ¡Qué valientes en sus derechos!
-   Julio te lo pido por favor…
-   ¿Tienes…? ¡Oh, Dios mío! – el cabrón sonreía– ¡Tienes miedo!
-   No… – disminuí la voz– No tengo miedo.
-   ¿Quién lo diría?
- No es miedo lo que siento, sino impotencia. Es desasosiego – señalé por la ventana– por ver lo que está pasando; lo que estamos provocando.
-   ¡Ya habló el pacifista y justo! No, si ahora tendremos la culpa nosotros.
-   Julio, no…
Durante un momento Julio siguió recriminando mis palabras, y encorvando mi cuerpo escuché que yo mismo había caído en el error que trataba de criticarle.
-  ¡Aquí no se necesitan medias tintas! – Julio estaba cada vez más irritado por mis palabras, y aquella espera no le calmaba– ¿Quieren la independencia? ¡Que se vayan a tomar por culo! Así nos dejarían tranquilo.
-   Basta, Julio, ¡basta! ¡Se acabó! ¿No te das cuenta de que estás disparando contra gasolina?
-  Están en mitad de las carreteras… ¡Han ido a las estaciones y al aeropuerto! – señaló dándome su móvil– ¿Y dices que me calme?
-  Esto no se va a solucionar con comentarios como ese. Y menos de ti; ya habrá políticos diciendo eso, no hace falta que te metas en problemas.
-  Pero esto no es política, es la vida real, en la que somos nosotros los que nos vemos afectados mientras los trajeados, ¡todos, sin importar el signo!, cobran por no hacer nada.
-    Y si tú estuvieras ahí, en la tribuna del Congreso, ¿qué les dirías?
-  ¿Yo? –carraspeó y se dispuso de forma tan noble como amenazante– Yo les diría que se dejaran de discursitos, de asientos y de moral. ¡Que dejaran de mirar solo para sus intereses! Porque, no nos equivoquemos, tanto los de ahí fuera como nosotros somos resultado de sus intereses: da igual que luchen por España o por Cataluña; solo luchan por ellos mismos.
Julio había dado con la clave de todo mi pesar; nos estábamos enfrentando unos contra otros… ¡Como siempre! Y todo por palabras que, en muchas ocasiones, solo sentían cuando veían las urnas cerca. Una vez escuché en la terraza de un bar que los políticos son las personas más cultas de todas. En aquella ocasión me reí, pero ahora entiendo que tienen un don para cambiar el sentido y significado de las palabras: nosotros les votamos, y ellos nos botan.
-  Y después, ¿qué? – le dije a Julio– Te criticarían a ti por la intervención, y cada uno acusaría al contrario de haber confabulado para dejarte hablar. Total: nuevamente todos contra todos.
-    No me seas tan pesimista…
-  ¡Que no, joder, que no! ¡Siempre igual! No sabemos hacer otra cosa que no sea criticar, malmeter y erigirnos cada uno salvadores frente al contrario. ¡Ah, pero eso sí! Siempre hay un contrario malo; incluso cuando intentas ayudar, te juzgarán por populista o “bienquedador” o lo que sea. Pero hagas lo que hagas lo harás mal.
Julio notó mi desesperación; trató de calmarme, pero apenas consiguió que cogiera aliento para continuar.
-   ¡Todos tenemos la razón! – sentencié.
-    Incluso tú…
-   Sí, incluso yo – sonreí por primera vez en aquel viaje–. Todos elevamos en un altar nuestro criterio; todos estamos en una superioridad incuestionable y…
-   Pero ahí te equivocas – me interrumpió Julio–; el problema no es que nos creamos superiores: cada cual sabemos lo que somos. El problema es precisamente ese, no ser cuestionados.
-    ¡Eso es, Julio!
-  En este país, si defiendes la bandera de España eres un facha irremediable, sin escuchar el discurso que los diferencia. Y, porque ya te estoy viendo el gesto, a los progres, que les da miedo salir en la foto del desfile del 12 de Octubre, los tachamos de traidores.
-    Esa palabra es…, es tan destructora.
-  Pero en todos sitios, eh. El nacionalismo catalán es igual; si te sales un poco del discurso ya te señalan.
- ¡Pero no ves el problema, Julio! Es que en la propia solución está el germen español: mejor dicho, el maniqueísmo español.
-   ¡Déjate de esdrújulas y filosofías!
-    Vale, pero fíjate: todo se divide entre rojos y azules, mi argumento inamovible y tu argumento inamovible, tu televisión manipuladora y mi televisión adoctrinadora…
-    Tú eres malo y yo también…
-  ¡Exacto! Y el diálogo solo les sirve como argumento para los demás: si los unos hablan con los otros, los unos malos y los otros también; si no hablan, todos malos, que es lo mismo que si unos hablan y los otros también…
-  Si los progres hablan con los independentistas es por acuerdos electorales para destruir España, y si no hablan, son unos irresponsables.
-    Hasta tú mismo lo dices.
-    Pero algunos tendrán más culpa que otros, ¿no?
-   Julio, la política ha muerto.
-    ¡Ves como hay que ir al Congreso a llamarles sinvergüenzas!
En ese momento me quedé callado. ¿Tendría razón Julio? No. Si eso es lo único que hacen; pasan más tiempo inventando insultos que creando soluciones. Allí sentado, mirando a un histriónico Julio, cuyos movimientos no distaban tanto de los gestos de los manifestantes, me di cuenta de que igual no éramos tan diferentes.
-   ¡No si al final los catalanes serán los más españoles!
-   ¿Perdón? – salté sorprendido de que Julio me hubiera leído el pensamiento.
-    Estaba dándole vueltas a lo que habíamos hablado, de que los discursos de unos y otros son iguales… Igualmente incendiarios.
-    Como anécdota te diré que el nacionalismo vasco, en origen, era igual: se creían la quinta esencia española, superiores a los propios españoles.
El silencio de Julio coincidió con el de muchos pasajeros de a nuestro alrededor. Me di cuenta de que nuestra conversación no había pasado desapercibida, pero sobre todo me asusté del rostro impasible de Julio. Hice ademán de tocarle el hombre, o de comprobar si seguía teniendo pulso…
-   Entonces…
Pero se me adelantó…
-   Como historiadorcito – cuando continuó Julio, me brotó una sonrisa por no hacerle brotar los dientes–, ¿crees que la independencia es posible?
Quise pedir el comodín del público, pero me arriesgaba a un referéndum y no me apetecía acabar en la cárcel.
-   Ehmm… A ver, técnicamente no creo que la vaya a haber… – vi que me iba a corregir y me lancé– Pero…, si me preguntas a nivel histórico, se tendrían que conformar con los antiguos condados. Los famosos ‘Països catalans’ no existieron, porque Valencia y Baleares fueron reinos “creados” por Aragón.
-     La famosa Corona aragano…, catalano… ¡La Corona de Aragón, coño!
-   Que sí, Julio, pero que volvemos a lo mismo: si dices eso, por mucha razón que tengas… No porque la tengas tú, sino porque es un hecho histórico… Bueno, pues si dices eso, te dirán que retuerces la Historia en su contra, que todo eso es falso y en fin…
-  ¡Como si les hubiéramos conquistado! Lo dicen como si España colonizara Cataluña como Cuba.
-     Ya, pero, Julio, te pido que tampoco hables tan libremente de la Historia.
-     A ver…
-  Que sí, que te entiendo; pero si todos se creen con derecho a usar la Historia, ¡como si fuera un objeto!, al final acabarán por crearse tantas historias como sean oportunas.
-    Ya, ya, lo sé. Pero no soy el que exagera con qué es país y lo que no…
Hice una mueca; miré a Julio y observé por la ventana.
-     No hay tesoro de unos y cárcel de todos…
-    ¿El qué?
-    Que ninguna idea vale fuego y ceguera… Ninguna –miré fijamente a Julio.
“Señoras y señores, disculpen las molestias. Me informan de que en unos momentos se restablecerá el tráfico y podremos continuar. Se estima que lleguemos al destino en cuatro horas. Disfruten del resto del viaje, y gracias por su paciencia. Muchas gracias.” El autobús se inundó de un gran aplauso; comentarios de tranquilidad, sonrisas y algún cántico de fútbol.
-    ¡Oh por fin acaba esta tortura!
Julio apoyó su cabeza en el asiento; había pasajeros que le saludaban cuando volvían a la parte trasera del autobús: “me he debido perder alguna pelea”, pensé. Yo me quedé mirándolo, gesticulando, en silencio. Al fin:
-    ¡Qué pasa! – me soltó con su habitual dejadez– ¿Ya ha acabado todo?
-   ¡Cómo que ya ha acabado todo! Nada ha acabado; y lo peor es que nunca habían terminado los problemas.
-     El autobús arrancará, volveremos a casa, nos echaremos unas cerv…
-   ¿No te das cuenta, Julio? Los problemas siguen: siguen los fuegos, como el del Amazonas, y siguen las protestas callejeras, como en Ecuador… ¡Ah, pero, tienes razón! Es verdad, que nosotros vivimos en Europa.
- ¡Mira que eres puñetero, eh! – no sabía si me miraba cansado, enfadado o simplemente ensimismado en sus cosas– Siempre aprovechas cualquier oportunidad para meter una pullita a la derecha.
-   Que no, Julio, que no. Que en diez semanas tendremos una televisión hasta los cables de lazos amarillos, violencia catalana y ataques entre los de aquí y los de allá – callé un momento al ver que la misma señora que al principio recriminó a Julio, ahora se dio la vuelta para atender–. Y mientras siguen desahuciando gente, en Madrid, en Girona y en el Mediterráneo; y los pensionistas, ¿qué?
-     Hijo – me dijo la señora–, los pensionistas no tienen idioma ni patria que no sea la de su familia.
-     Lo siento, señora.
-     ¿Por qué?
-    Porque luchan por una generación que no agradeceremos nunca la oportunidad que vamos a desaprovechar.
La señora sonrió displicente; Julio hizo un gesto capcioso y volvió a recostarse. No me quedó más remedio que mirar por la ventana, aunque me vino a la mente lo que me había enseñado Julio en su móvil, y decidí aprovechar para ponerme al día: los titulares digitales eran poco halagüeños, pero preferí ver los vídeos y las imágenes:
-   Hasta la locura tiene más sentido – susurré–.
-   ¡Ya está bien! – me espetó Julio– Deja de marearte: tú mismo lo has dicho, esto en unos días, cuando haya otra noticia que exprimir, se pasará.
-     Lo sé.
-     Por una vez, y que Dios me pille confesado, te haré caso: no voy a generalizar.
-     ¿Por qué manifestante habéis cambiado a mi Julio?
-    Déjate de tonterías; sé que hay fuera hay gente pacífica que solo lucha por lo que piensa. Los cabrones… Perdón: los inconscientes son solo cuatro.
-    Pero arrasan como un ejército…
-  ¡Ah, cobarde! ¡Pues mandaremos al nuest…! – me vio la mirada y paró– ¡Eh, picaste, imbécil! Es solo una broma, tranquilo.
-     Más te vale.
-  Además para qué vamos a enviar a gente que estrellaría sus paracaídas en la Sagrada Familia.
Orgulloso de su chiste, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Yo no pude. Estuve pendiente de todo lo que sucedía a mi alrededor: ¿miedo o deformación profesional? No lo sé. Pero eran escenas que quería recordar: quería mantener las ideas que me dijo Julio, unas ideas que me sorprendieron que salieran de su boca; aunque estoy convencido de que solo lo hizo para tranquilizarme: las familias defienden, los ignorantes agreden. Aquella reflexión debería servir para todo, pero no sé si somos capaces de convencernos. Siempre peleados incluso en la celebración… ¡No! ¡No puede ser verdad! Ya estoy generalizando… ¡Me niego!
-    Mira, ya avanzamos…
El comentario de Julio me despertó de la ensoñación… Sí… José Luis Garci puso buen título a la solución…
-    Ojalá…
Julio se acomodó en su asiento; yo me recoloqué en el mío.